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Primer “pedido de cola” y un gesto reivindicatorio

  • Danel Ayesta
  • 22 ene 2017
  • 5 Min. de lectura

Un poco tarde salí a hacer dedo de Maracaibo. Estaba acostumbrado a la inmediatez, a los buenos promedios registrados en Colombia mencionado por muchos como un país muy difícil para hacer AutoStop, modalidad de traslado conocida como “pedir cola” en Venezuela. Si en el país cafetero se hablaba de dificultad, ni hablar por estos pagos.


Puente General Rafael Urdaneta


Por suerte recibí el apoyo de mi primera Couchsurfing, bisagra tan tantas pero tantas advertencias que a uno le termina generando cierta paranoia, y a las 13 horas estaba en el peaje de San Francisco. Antes, viajé en transporte público y las historias comenzaron a caer una tras otra. En principio, brindé un mini seminario en uno de los buses que me trasladó al centro. Allí una gran cantidad de vecinos, un poco malhumorados por el agolpamiento en medio del calor agobiante (nada que no haya vivido en otros países), se interesaron por mi presencia. “¿Por qué no te tomas un taxi?” Me preguntó un pasajero mientras trataba de convencer al chofer de que me deje ingresar con la mochila. “No cuento con presupuesto de turista”, le respondí al buen hombre, lo que resultó un oportuno entre para empezar a dialogar. Conté sobre mi viaje por Sudamérica, sobre las grandes muestras de gratitud que recibí en diferentes visitas, y mi intención de saber cómo viven las familias hoy en día en Venezuela. “Verlo con mis propios ojos. Establecer evaluaciones en base a mis sensaciones”, comenté y, cuando se me ocurrió desviar la mirada, me di cuenta que mi charla ya no era personalizada.


Todo el bus me miraba y arrojaba comentarios. Lamentablemente, noté mucha inquietud. “Hoy en Venezuela amigo nos falta esto”; juntó un hombre los dedos refiriéndose al dinero y agregó con el aval de otros pasajeros: “la gente hace muchos esfuerzos para poder comer”; de esas afirmaciones que te hacen agachar la cabeza. Luego de un diálogo de alrededor de 10 minutos, pagué 100 bolívares (3 centavos de dólar) y desde el centro esperé una media hora otro colectivo para que me saque al peaje. De nuevo, convencí con buen resultado al boletero para que me deje ir con mi mochila. “Maestro, al lado del chofer hay un lugarcito. Ahí no cabe ningún pasajero pero mi mochila sí”.


A veces siento que kilómetro tras kilómetro mi poder de convencimiento se va tornando más y más versátil, tanto corporal como en el habla. En el traslado, otra vez me convertí en centro e intenté meterme en la vida de los amigos, esta vez desde el fondo del colectivo. “Tuve que estudiar tablas nutricionales para poder reemplazar alimentos que ahora no puedo comprar”, me contó una señora en el asfixiante traslado y, tras esos dichos, me obsequió 2000 bolívares, gesto que me sacó una sonrisa pero que rechacé tras agradecerle innumerable cantidad de veces. Esa acción cumplía con mi teoría de que la solidaridad trasciende fronteras y crisis.


Puente de Maracaibo


Al bajarme, un hombre me regaló una estampita que no sé dónde coño metí. Creo que se me cayó cuando, llegando al peaje, salieron volando algunas postales por el agujero de un bolsillo que los militares en La Guajira engrandecieron en el control fronterizo que esta vez era vial. “Pongase del otro lado”, me dijo un agente tras pedirme el documento e intercambiar unas palabras en un marco ameno. Lo de siempre: “Che Boludo, argentino, Messi”. La directiva realmente me incomodó. Ellos estaban en el sector correcto ideal para levantar pulgar, mientras que yo debía apostar a que algún vehículo pare antes de entrar al peaje, generando bocinazo, el apure de atrás.


Fueron tres horas bajo un intenso calor, sin éxito pero muy productivo. En las alrededores algunos vendedores ambulantes, típico de peaje, y camiones que trasladaban gente de forma muy pero muy apretada. Una postal que vi en medios internacionales acompañada por un “así se viaja en Venezuela”. Luego, me enteré que eran trabajadores trasladados al municipio más cercano por unos pocos kilómetros; dato provenientes de unas copadas ingenieras que iban a extenderme una gran mano.


Antes, se me acercó un joven en situación de calle y pidió algo para comer. No tenía, pero solté unos bolívares para que pueda comprarse unas mandarinas. Se alimentó un poco y me preguntó cómo ir para Brasil. Me vio haciendo dedo e intentó imitarme, hasta que se cansó y saltó en un camión. Logró pasar el peaje pero la guardia lo interceptó y lo mandó nuevamente al otro lado. Insistente el tipo, se subió de nuevo en otro camión pero se escondió debajo del cubre carga. Pensé que esta vez iba a tener éxito, pero desafortunadamente lo vieron de lejos y pararon el rodado, invitándolo a descender nuevamente. Realmente era todo un show, muy cómico verlo.


Puente nocturno

Para cruzar el lago Maracaibo sobre Puente General Rafael Urdaneta, de 8,5 kilómetros de extensión reconocido como el segundo más grande de América Latina, fueron fundamentales dos trabajadoras estatales que observaban de lejos mis intentos en vano por ser levantado en la ruta. “Amigo, ¿está tirando cola”, consultaron y en pocos segundos les expliqué mi intención. Por suerte les caí bien y me hicieron conexión con migraciones. Finalmente, entre chiste va chiste viene, los guardianes del orden me subieron a un bus deseándome mucha suerte. “Hablá bien de nosotros”, me gritó uno que no supo del desafortunado ingreso a su tierra.


En fin O NO TAN FIN. Una jornada en Venezuela y bajo esta modalidad viajera deja mucha tela para cortar, siempre. No se termina hasta último momento. En el bus, con aire acondicionado como otras tantas otras líneas de larga distancia y urbanas (estatales), la gente iba tranquila pero de nuevo sentía que el paso para poder conectar lo debía dar yo. Esas miradas de dudas las evacué rápidamente y conocí de nuevo el ADN venezolano. Muy a gusto charlando conmigo y riéndose. Me acordé de un contacto: “El venezolano puede estar en crisis pero siempre anda haciendo chistes”, me dijo.


Fue un viaje muy cómico. Mi pelo, como tantas veces, un punto de conversación al igual que mis gigantes borcegos talle 47. Conocí a un coleccionista de monedas e ingeniero informático que me obsequió 1500 bolívares y otro hombre me invitó una arepa completa. Si bien pagó la tarifa más económica, el empleado del parador intentó complacerme poniéndole salchicha con salsa golf (salsa rosada), Palta (Aguacate) y queso fresco rallado; y de regalo un agua. ME DIO GANAS DE ABRAZARLO, ERA UNA LOCURA DE SABROSURA!


Centro de Coro


Con esa gente, renegamos y reímos ante la gran cantidad de controles policiales. Fueron 3 veces que nos hicieron descender del micro solo para palpar y abrir un poco las mochilas y no mucho más. Una cuestión rutinaria pero que atrasaba el viaje. De hecho, llegamos a la medianoche cuando estaba previsto que arribe a las 10:30 y automáticamente pensé: “Me quedo al lado de un guarda hasta que se haga de día y no pago hospedaje”.


De todas maneras, me puse a hablar con una chica muy correcta y me indicó que por allí se pagan “por horas” si quiero algo económico. Y bueno … Otra vez yendo al telo; esta vez “hotel Leo”, por poco más de un dólar y con aire acondicionado, televisión y baño privado. Con esa propuesta, imposible quedarse en la terminal. Pude alistarme y prepararme para luego conocer a una hermosa familia que me alberga mediante Couchsurfing, que la lucha con los dientes apretados como el venezolano promedio. De hecho, en paralelo a la redacción de esta secuencia (6 de la mañana A.M en Venezuela), Osvaldo (padre de familia) hace exquisiteces en la cocina a la espera de vender muchas viandas.

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Soy un joven periodista que decidió dejar su trabajo estable en los medios de comunicación, en búsqueda de cumplir su sueño de dar la vuelta al mundo. Todas mis experiencias son difundidas mediante textos e imágenes que cuentan con una perspectiva propia.

 

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