Catamarca: Entre el cielo y las nubes
- Danel Ayesta
- 17 may 2017
- 6 Min. de lectura
La Cuesta de Capillita, “la más alta de Sudamérica”, no tenía mayor atractivo más que ir en búsqueda de “la piedra rodocrosita para vender”, aseguraban en el pueblo minero de Andalgalá, Catamarca. Sin embargo, por alguna razón decidí recorrer los exigentes 36 kilómetros que trajeron aparejado varias complicaciones y un desenlace de ensueño: Entre el cielo y las nubes.

Eran mis primeras experiencias como nómada. Con 25 años recién había salido del cascarón estable y deambulaba sin muchas certezas por el norte argentino. Yo, mi mochila, mis postales, mi pulgar arriba y todas las ganas de ir en búsqueda de lo desconocido. Tenía una cámara pero no llevaba anotador. Me sentía pichón en búsqueda de desarrollar, dejando atrás una serie de frustraciones que me hacían dudar sobre la manera de ejercer mi profesión (periodista). Creía que no era el momento para compartir mis experiencias; sentía que debía ver mucho más y no tuve la suficiente lucidez para pensar en el futuro, en este momento que escribo con convicción. De todas maneras, tener la imagen fotográfica es un viaje al disco rígido interno que me hace recordar sensaciones inolvidables.
El dedo por la ruta del Adobe era muy efectivo. Recuerdo que ni bien llegué a la plaza de Andalgalá saqué postales y varios jóvenes escolares se acercaron. Era un ambiente propicio para esperar a dos amigos de Paraná, Entre Ríos, que habían quedado atrás en el dedo pero de seguro estaban próximos a arribar. Llegaron a la tardecita, cuando el sol escondía sus últimas luces y me dieron la grata noticia que el conductor les había ofrecido alojamiento y comida para ambos. Salí a buscar espacios para tirar mi carpa y me mandaron al camping gratis, distante a unos pares de kilómetros que recorrí con mis 25 kilos encima; una etapa en la cual no sabía priorizar qué llevar y que no.

Recuerdo que al otro día fue sábado y se armó asado. No me dejaron ni tocar el arroz que preparaba con leña. Había muchas ganas de compartir y un guitarrista de la hostia que se convertía en el gran protagonista. Las anécdotas y controversias por la práctica de la mega minería a cielo abierto eran habituales, en una zona muy sensible, polarizada. La Asamblea Algarrobo y un importante grupo de activistas difundiendo las problemáticas con el apoyo de parte del pueblo, y otro sector desestimando el desastre natural que provoca la BarrickGold.
Lo cierto es que entra charla charla sonó La Cuesta de Capillitas como “la más alta de Sudamérica”. Automáticamente me reproduje un trekking. Me imaginé llegando arriba y pensando “wuauuuu, subí el más alto” y una serie de aplaudidores destacando la “hazaña”. Evidentemente andaba todavía muy apegado a la búsqueda de reconocimientos.
Compré los insumos necesarios y me la jugué. Me habían adelantado que de última iban y venían vehículos que trabajaban en la minera, aunque dudaban si serían tan bacanes de pararme o no. “Ellos no pueden, pero quizás te dan una mano”, adelantaban vecinos de Andalgalá mientras armaba mi equipaje para el día posterior tomar un colectivo que me deje lo más próximo a la subida.

Y llegó el día. Con comida, agua, abrigo y el equipo de camping empecé el tan ansiado ascenso. En paralelo a cada paso la altura aumentaba, el agotamiento se hacía sentir pero de mente estaba preparado para obtener el resultado soñado: subir la cuesta más alta de Sudamérica. Recuerdo que a los pocos metros observé una camioneta subiendo y la desestimé pensando que, en caso de cansarme, podía encontrar otras opciones, predicción que falló. Fue un agotador trek pero a su vez placentero porque era uno de los primeros en mi vida y en soledad. Yo y el entorno; yo encontrándome a mí mismo.
Fui, fui, fui, acercándome cada vez más y más a las nubes y sumando ampollas que obligaban a sacarme las zapatillas y ponerme curitas. Recuerdo que hacía mucho frío y no me veía acampando a pesar de tener un buen equipo de camping. Por eso, ni bien llegué arriba busqué el famoso “hotel minero” para ver si existía la posibilidad de que me brinden algún espacio en donde tirar mi carpa, un poco más refugiado.
Por aquel momento no tenía ni el brillo ni la postura descontracturada, caradura para pedir. Entonces perdí y me tuve que largar cuando las primeras estrellas salían a escena al medio del monte, nuevamente. Saqué la linterna entre las temperaturas que se acercaban a bajo cero y vi unos refugios muy precarios a lo lejos. Decidí ir y al cabo de unos 20 minutos estaba allí, forzando un candado porque sentía que me iba a recontra cagar de frío en la carpa. Recuerdo que vi un baño afuera y cabía perfectamente mi equipo entre la precaria estructura de adobe que encerraba el inodoro, pero por la ranurita del refugio veía un espacio apto para hacer fogón y leña.

Al final decidí tener uno de mis primeros actos de rebeldía y le pegué una patada a la puerta de chapa, con resultado positivo. El candado se salió y pude refugiarme cuando el reloj marcaba las 22 horas. Cerré bien la puerta e hice un fogón impresionante. Recuerdo haber tenido la lucidez de ir en búsqueda de leña húmeda que vi afuera para complementarla con la seca y con esa acumulación poder aspirar a más horas de calefacción. Todas estas acciones con un ojo cerrado y otro entreabierto. Tenía mucho miedo que aparezca, corte película, un hombre con una motosierra y me agreda.
Todo salió bien, si bien no pude relajarme. Aproveché la primera luz del día para emprender el retorno un poco agotado pero feliz por haber cumplido el objetivo. Pensaba que la bajada iba a traerme pocas complicaciones, pero aprendí que amortiguar todo el tiempo también resulta cansador y si no hubiese sido por un regalo de la naturaleza que me maravilló y renovó mi espíritu aventurero, el cansancio hubiera sido aún mayor.

De pronto me ví encerrado entre nubes y no veía nada. Apenas mis propios pasos y un esfuerzo por no correrme de la senda, hasta que sucedió algo impensado. Paulatinamente empecé a notar que el frente se despejaba y de pronto quedé ENTRE EL CIELO Y LAS NUBES. Estaba dentro de esas postales que tanto veía merodear por los grupos de mochileros. Observaba hacia arriba y era celeste, mientras que abajo eran nubes, muchas y muchas nubes que me relajaron.
Toda la pereza por encontrar buenos ángulos de fotografía se me fue. Empecé a mirar el entorno en búsqueda de obtener la mejor postal para imprimir y contarles a todos en la plaza principal el espectáculo vivido. Me quedé una hora sentado y, fiel a mi costumbre en momentos de éxtasis, empecé a: revolear los brazos; enrollar mi cuello con mis brazos y me saqué la campera un sinfín de veces. Estaba inmerso en una hermosa locura. Le quería contar a alguien, extrañaba tener a alguien a mi lado. Quería compartirlo. Luego, con el tiempo, me di cuenta que ese espacio de soledad era exclusivamente para mí y así debía reconocerlo.
Casi arrastrándome – me animaría a decir que nunca sentí tanto cansancio en mi vida – llegué finalmente a la plaza principal Andalgalá. Me faltaban 500 metros para llegar y un docente me levantó, tras dos viajeros en moto que les toqué el alma de solo observarme, pero que nada pudieron hacer más que alentarme y darme agua y frutas. No era necesario hacer dedo. Cualquiera iba a parar de seguro al notar mis bocanadas y observar mi espalda más torcida de lo común; casi sin poder mantenerme en pie. El éxtasis por estar arriba de las nubes me había robado mucha energía, más la inexperiencia de llevar mucho peso en la espalda.
Recuerdo que era domingo por la tarde y la plaza estaba llena, lo cual me motivó a sacar una pisca de energía más para tirarme con las postales. Y empezó la acción. Saqué mi cámara para mostrarle a todos las fotografías que había sacado de su amado pueblo y la alegría fue unánime. Se generó un hermoso ambiente y las fotos salieron a mansalva, obteniendo hasta billetes de 100 (septiembre de 2015) en una provincia de Argentina en donde el costo de vida es menor con respecto a Buenos Aires.
Todo lo vivido resultó un punto de conexión. Estar encima de las nubes me generó sensaciones, me dio letra, me dio ganas de compartir y lo hice con la misma gente local. Eso derivó a una buena venta de postales acompañadas de bebidas, comidas e invitaciones a dormir. Nunca voy a olvidar a un anciano que empezó a lagrimear conmovido por la energía con la cual reivindicaba a un pueblo tan lastimado. Yo era pura energía y relato, pero sin percibir. Ahora, entiendo lo que puede lograrse con un enérgico relato acompañado por una sonrisa y una mirada sincera.

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